Tenía una conexión total con mi hijo, me levantaba en mi casa a la hora que él se despertaba en su hogar para ir a diálisis y en cuanto supe que iba a perder los riñones, le dije: “Yo tengo dos, así que quedate tranquilo”. Estaba convencida de que sí o sí tenía que ser yo. Pero el doctor Carlos Idoria me corría y me decía: “No mamá, yo sé que vos querés estar sentada en esa silla donde está tu hijo en diálisis, pero no puede ser, tenés que darte cuenta que no puede ser”. Me corría un poco por vieja (tenía 59 años y decía que era mejor una persona más joven) y otro poco porque tenía demasiados kilos. Eran los dos “peros”. Contra lo primero no podía hacer nada, pero con el otro sí, y bajé 15 kilos en cuatro meses. Caminaba y, a la vez, fui quitándome las 13 pastillas que tomaba simultáneamente, porque ese era otro inconveniente. Me anoté en Cepram en un curso de la risa para ocupar el tiempo hasta que llegara el momento. Me enseñó y me ayudó mucho y recién al final supe que todo era sobre resiliencia.
Del día posterior a la operación no me acuerdo nada. Creo que estuve todo el tiempo con sedantes. No me había levantado hasta que llegó el doctor Rafael Maldonado y me dijo que mi hijo quería verme, así que fuimos. Ya no sentí más nada. A partir de ahí, fue todo pararme y seguir. A los tres, cuatro días, estaba de vuelta en casa. Jamás tuve nada, tengo que pararme frente al espejo para verme la cicatriz y acordarme que fue cierto y no un sueño.
No me creo “la más”. Me tocó, es mi hijo y soy feliz de que haya podido ser todo así.