El pensamiento adversativo al Gobierno nacional parece haber comenzado a leer el clima existente luego de la masiva protesta convocada, a través de las redes sociales, en septiembre pasado. Una manifestación crítica a la gestión de la Presidenta, pero también a la inacción de quienes fueron votados para controlarla.
En algunos casos, esa reacción ha incorporado como propio el llamado a una nueva marcha en las plazas del país, esta semana. En otros, leyó el más genuino de los reclamos de los indignados y comenzó a marcar un límite en el Congreso de la Nación, mediante el planteo de oposición a una reforma de la Constitución Nacional, con autosucesión presidencial incluida.
Entre otros, los tres senadores cordobeses suscribieron un compromiso que los reivindica: no permitirán que se violente el marco normativo fundamental de los argentinos. Un número tampoco desdeñable de diputados nacionales se dispone a transitar el mismo camino.
Es cierto que ese compromiso comprende mandatos legislativos que vencen en 2013 y que la experiencia política argentina es pródiga en recovecos de los cuales suelen aflorar luego sorpresas del peor estilo.
Pero esos supuestos, como tales, no desmerecen la trascendencia institucional del acuerdo alcanzado ahora por la oposición. Así debería entenderlo en primer lugar el oficialismo: a quien primero favorece que la oposición haga esfuerzos para mejorar su desempeño, es a quien ejerce el poder administrador. Siempre que comparta esa piedra liminar de la democracia, cuya sabiduría es la alternancia y su insensatez la perpetuidad.
Toda periodización es arbitraria, pero en las últimas décadas, el país ha explorado consensos de distinta laya en su sistema político. Diez años –cuya tenebrosa profundidad pareció de siglos– transcurrieron entre el retorno de Perón y el triunfo de Raúl Alfonsín. Otro tanto desde ese momento hasta la legitimación electoral de la convertibilidad. Otra década, hasta el encumbramiento de Néstor Kirchner.
Es todavía incierto si el año próximo emergerá un consenso renovado de la política argentina. Si se atiende a las narrativas predominantes, dos tendencias se proyectan hacia ese punto y se ignora cuál obtendrá mayor y mejor caudal de legitimidad.
El Gobierno abandonó hace ya tiempo el acuerdo productivista que en los rescoldos de la crisis alcanzó a construir, con las primeras cosechas, el primer kirchnerismo. Desde el triunfo del año pasado, la Casa Rosada proclama un anclaje identitario más cercano al nacional-populismo de 1973. Se ha dicho con tino que ese agitado clima de época consideraba a la cuestión democrática como subalterna y al cabo opuesta a la realidad más sustantiva del poder popular.
En rigor de verdad, ese pensamiento hegemónico en los setenta estimaba que las instituciones republicanas eran un estorbo formal, un detrito de procedimientos, un obstáculo para la construcción de esa realidad. Sólo la trágica experiencia de la dictadura convenció a los argentinos del valor fundamental de esas libertades, antes desmerecidas.
Para la nueva conducción del oficialismo, el período de postración a ser reparado es otro: desde el día final de la experiencia camporista hasta el vuelo helicoidal de Fernando de la Rúa. En el medio, todo fue error.
En la oposición, en cambio, comienzan a observarse algunos pasos para versionar –tanteando adaptaciones a los nuevos tiempos– los principios de la reparación de 1983.
Un intento todavía embrionario y llano, por tanto, también de pronóstico en reserva. Sin embargo, la afirmación de las libertades y garantías de la Constitución nacional como programática inicial parece sorprender al Gobierno, porque escapa a los simplismos de izquierdas y derechas.
La respuesta oficial que se ha observado, ceñida a mayores dosis de intolerancia, tiende a dejar al Gobierno a la defensiva en la construcción de un nuevo consenso social. La persecución al pensamiento crítico desde la coerción de quien tiene el monopolio del uso de la fuerza; el agravio a los adversarios como único recurso argumental; la sobreoferta de lamentaciones en clave conspirativa; el escrache estatal como método admitido y reivindicado; el hostigamiento a otros poderes constituidos, sólo conducen al aislamiento político.
La soledad, por cierto, es la contracara de la legitimidad. Sólo lleva una marca en el orillo: la más temprana que tardía ancianidad del poder.