Cristina Fernández arrancó su segundo gobierno con un contexto político y económico muy paradójico. Reasumió la Presidencia luego de ganar con el 54 por ciento de los votos y con una enorme concentración de poder político, pero por primera vez en los casi nueve años de kirchnerismo, la economía dio señales de alarma.
Por eso, la mandataria intentó al inicio de su gestión enderezar el rumbo económico. Quita de subsidios, trabas a la salida de capitales y la instalación de un concepto, “sintonía fina”, para tratar de alejar de la mente de los ciudadanos la palabra ajuste. Su desafío es, ahora, gobernar sin las abultadas billeteras que supo tener.
Con astucia, la Presidenta eligió un enemigo y una gesta para concentrar las adhesiones de los argentinos. Puso en la mira a YPF, la empresa que conduce el clan Eskenazi –empresarios amigos de la familia Kirchner– y la llenó de acusaciones por la falta de combustibles, el cierre de estaciones de servicio y el alza de los precios. Todo por culpa de que la empresa no invirtió en exploración y explotación de hidrocarburos. Además, logró encolumnar a todos los partidos políticos en el reclamo por Malvinas.
Pero, cuando la mandataria disfrutaba de sus días dorados poselectorales, la tragedia de Once, con sus 51 muertos, puso al Gobierno en una situación que el kirchnerismo detesta: asumir responsabilidades cuando algo no funciona.
El festival de los subsidios al transporte que enriquecieron a empresarios amigos del poder pero que no mejoraron las condiciones en que la gente viaja, quedó al desnudo. Luego de nueve años en el poder, el kirchnerismo encuentra menos atajos para salir disparado hacia adelante, culpando a los otros gobiernos o a los medios de todo lo malo. Ahora deberá seguir dando respuestas a las demandas sociales.