Hace 10 años, cuando le tocó presidir la Federación Argentina de Municipios, el intendente de Villa María, Eduardo Accastello, impulsaba un cambio copernicano en la coparticipación.
Proponía que pueblos y ciudades se encargaran de cobrar todos los impuestos y luego repartieran hacia las provincias y la Nación. De abajo hacia arriba.
El entorno socioeconómico estaba marcado por la crisis que había arrancado con fuerza en 2001, y los jefes comunales, sin recursos, tenían que enfrentar a vecinos desahuciados por la pobreza y el desempleo.
No era una mala idea. Pero ni los estrechos vínculos que Accastello tejió luego con el kirchnerismo alcanzaron para extender su prédica de alcaidía.
Una década después, la Argentina no ha hecho más que colapsar las venas que van hacia el puerto, fortaleciendo un centralismo del que sólo se puede esperar inequidad.
Es cierto que Capilla del Monte, como muchos municipios, arrastra pecados propios. En 2011, la exintendenta Rossana Olmos llegó al extremo de cerrar las puertas de la comuna, en medio de un prolongado paro de sus empleados por salarios adeudados.
De todos modos, que un intendente no pueda hacer una obra de cordón cuneta, como ayer lo reconoció Gustavo Sez, sin depender de fondos nacionales, sería un monumento al ridículo si no fuera que su caso se multiplica por miles en todo el país.
Y que el fin esté absolutamente por encima de los medios, sin importar cuáles ni cuántos, desnuda la bochornosa desesperación por satisfacer, como sea, la demanda ciudadana.
El Gobierno nacional, en lugar de ir por una cura definitiva para que las arterias vuelvan a llevar sangre hacia los municipios, que son el corazón del federalismo, prefiere bajar en forma insistente al interior.
Pero no lo hace de manera inocente. Que la administración central de un país se ocupe de hacer el cordón y el asfalto de un par de calles en diferentes rincones puede sonar loable, pero esconde la brutal ineficiencia del sistema.
El by pass al federalismo, una técnica válida para situaciones de emergencia, se ha naturalizado de tal forma que hasta la practican funcionarios de segundo o tercer rango.
Especializados en construir canales “directos” para bombear recursos, los improvisados cirujanos también inyectan altas dosis de drogas que, al final, transforman a los intendentes en dependientes crónicos de sus tratamientos.