A esta altura, queda claro que no hay un favorito para el papado, como si lo era Joseph Ratzinger en 2005, cuando se convirtió en Benedicto XVI.
Y no es porque alguno de los “papables” no esté a la altura intelectual del primer hombre que rompió 600 años de tradición y renunció al pontificado para retirarse a orar.
De lo que se trata es de lograr una combinación entre eficiencia en la gestión de los asuntos del Vaticano y la proyección de la Iglesia al mundo.
En la primera de las columnas deben anotarse cuestiones espinosas como la filtración de documentos secretos (conocido como Vatileaks), que desató un escándalo que amenaza nuevos capítulos.
También, la utilización por parte de muchos religiosos de sus puestos en la curia como factores de poder político y hasta económico.
Y los entuertos del Banco Vaticano (formalmente, Instituto de Obras Religiosas), del que cesantearon a su presidente, Ettore Gotti Tedeschi, por maniobras poco claras que pusieron a la entidad en la mira de la comunidad financiera internacional.
Por lo pronto, hay quienes sostienen que la Iglesia necesita un papa con puño de hierro para el manejo político y financiero interno.
Pero, además, un hombre capaz de “recuperar el encanto de la Iglesia para la juventud”, como señalaba en la Plaza de San Pedro un cura portugués que apenas supera los 30, inquieto como muchos por la pérdida de contacto del catolicismo con amplios sectores sociales.
Esta apertura es la que también debería llevarlo a interpretar otros signos de los tiempos, con fuertes cambios culturales que en muchos casos la Iglesia rechazó o, cuando menos, no pudo ver.
Un justo tratamiento hacia las víctimas de los casos de abuso sexual por parte de religiosos se encontrarán, asimismo, en la agenda del futuro pontífice.
¿Un papa “pastoral” o un papa “gerencial”?
¿Un papa “conservador” o un papa “progresista”?
Fuese como fuere el origen, los problemas son los mismos.
Y tendrá la obligación de enfrentarlos. No hay escapatoria posible.