A tres años de la implementación del programa nacional, es indudable que la herramienta sirve, da posibilidades a quienes no las tienen y abre mundos impensados a todos por igual.
De cualquier modo, se sabía que el impacto pedagógico, institucional y social que implica la provisión de 3,5 millones de máquinas a alumnos secundarios en todo el país, era difícil de medir a corto plazo.
El problema –además de si las laptops se utilizan en toda su potencialidad– es mantener en funcionamiento eficiente la maquinaria de la compleja inclusión digital. Ese es, quizá, el mayor desafío.
Aunque es imposible asegurar que el aprovechamiento de la tecnología en el aula sea, hoy, el ideal –o, al menos, el esperado– y los resultados pedagógicos no están aún a la vista, es posible enumerar algunas experiencias innovadoras en distintas partes de la Argentina. No es suficiente, pero es posible que sea prematuro un análisis de este tipo.
Se vislumbran, no obstante, algunas fallas. Los plazos de entrega no se cumplen, los alumnos que ingresan al secundario no recibirán este año las netbooks y la reparación de las máquinas demora hasta un año. La información oficial, además, es escasa.
En este contexto, el programa ya está instalado en la sociedad como un derecho. Y está bien que así sea, porque es la mejor manera de garantizar su continuidad.
Los beneficiarios o potenciales usuarios ya comienzan a exigir que se cumpla con lo prometido.
Como primer paso, las escuelas (en especial las que trabajan con compromiso e interés) reclaman mejoras. Argumentan, con razón, que para avanzar en la inclusión digital –y garantizar que las computadoras cada vez se usen más y mejor– hay que mantener aceitada la rueda que pone en movimiento un sistema monumental.